Lisboa es de colores. Siempre pensé que sería una ciudad gris, una ciudad vieja, triste. Pero, pese a la vejez que persiste en cada fachada, las calles y las paredes están plagadas de color. Cuelgan farolillos rojos, azules, verdes y amarillos de balcón a balcón. Lisboa es una ciudad amable, pese a sus cuestas interminables. Ciudad hogareña construida sobre siete colinas. Carente de la proliferación de avenidas frías de las capitales, esas que invitan a la soledad.
Lisboa enamora con sus rincones, sus miradores, y su olor a mar. Si pudiera fotografiar el olor de una ciudad sería el de Lisboa. Con su perfume a verde, a tierra mojada, y a salitre.
Sus calles
El corazón de Lisboa agota el cuerpo y ensalza el ánimo. Sus barrios más céntricos están poblados de escaleras interminables, de cuestas, de suspiros de cansancio. Calles empinadas y estrechas, llenas de balcones que vomitan geranios. Caminar por sus calles es perderse en laberintos de azulejos que desembocan en rincones floreados en los que nunca falta un banco con vistas al mar. Los miradores son la esencia de esta ciudad que asentada sobre las siete colinas se erige y se engulle a sí misma. Los tranvías, los funiculares y los elevadores facilitan el desplazamiento por la ciudad. El tranvía número 28 serpentea por todos los barrios que componen la ciudad vieja. Sus barrios comparten calles y encanto, aunque sus especialidades difieran, desde el Fado en Alfama, a las librerías anticuarias de Chiado, las terrazas de Baixas, las noches en vela de Barrio Alto. Conocer Lisboa no dista mucho de conocer, más bien de sentir, la saudade.
Su gastronomía
Comer en Lisboa. Si algo tenemos claro los españoles sobre Portugal, es que en nuestro país vecino se come muy bien. Su gastronomía viene marcada por su proximidad al mar. La zapateira, las gambas y las almejas son algunos de los platos que puedes disfrutar en las terrazas de Lisboa. Pero si algo es característico de esta ciudad y por extensión de este país, es el bacalao. El bacalao, o bacalhau está presente en cada tasca. Dicen que hay 365 maneras diferentes de cocinarlo, una para cada día del año. Es un plato exquisito, degustación obligada si se visita Portugal. Los manjares del Atlántico están necesariamente casados con el vino verde. Vino típico del país sin el cual no puede deleitarse la comida del mar
En cuanto a lo dulce, los pasteles de Belém tienen una gran tradición en Lisboa. Son tortitas de crema y hojaldre cuya receta aún no ha sido desvelada. Se cree que nacieron hace unos 200 años en el Monasterio de los Jerónimos situado en el barrio de Santa María de Belém al suroeste de la ciudad.
Lisboa cultural
Pero los colores que destiñen la tristeza lisboeta no son la única muestra de cultura de la ciudad. Lisboa es arte, arte libre y despreocupado que habita en las calles. Es literatura, cada diez metros en Chiado hay una librería. No puedes recorrerlas todas. Subiendo y bajando cuestas, una tarde entera en busca de un libro de Sophia de Mello Brayner. Sólo había primeras ediciones. Libros preciosos que merecían el esfuerzo que supuso la búsqueda. Pero en Lisboa, sobre todo hay música. Cada noche tascas a media luz emanan los lamentos del fado. Uno de los sitios más emblemáticos dónde podrás escuchar fado es Chapitô. Un centro cultural donde se imparten clases de circo. Un restaurante exquisito con el mar por horizonte. Una tasca llena de maletas que se comportan como sillas. Un escenario con luz roja de fondo. Dos guitarras, una española y la otra portuguesa. Y una voz, un lamento contenido, desgarrador, que te narra las nostalgias propias del vivir. Amália Rodrigues, cantante por excelencia de fado, lo define así en una de sus canciones “Amor, celos, ceniza y fuego, dolor y pecado. Todo esto existe; todo esto es triste; todo esto es fado”.
Para los alegres, para los que no gusten de lo tradicional, Lisboa ofrece como alternativa al Fado el festival Jazzout de Mayo a Septiembre. Cada viernes y domingo, los parques se llenan de conciertos, de sombrillas y mantas de picnic, de gente de todas las edades. De zumo, de cerveza. De buen humor. De ganas de que los colores se tornen música.