En la mesa con el diablo, Ucrania frente a Putin

Escrito por Alia Fakhry Traducido por Aino Lehtonen
15 Novembre 2014



Las elecciones legislativas del pasado 26 de octubre en Ucrania parecen cerrar el capítulo Euromaïdan que empezó en noviembre del 2013, hace casi un año. Sin embargo, el éxito de los partidos pro europeos no ha ocultado las dificultades económicas y políticas a las cuales se enfrentan los nuevos gobernantes. Además, con Putin jugando el papel del “gran lobo feroz”, la historia de Ucrania aún no ha terminado de ser escrita.


Crédit REUTERS/Sergei Ilnitsky/Pool
Crédit REUTERS/Sergei Ilnitsky/Pool
Aunque las elecciones legislativas ucranianas del domingo 26 de octubre muestran que las formaciones pro europeas encabezan los votos, asegurando una mayoría para el presidente Petro Poroshenko quien podrá desde ahora poner en marcha los proyectos de reformas liberales y democráticas anunciados, también acentúa la reciente división del país. Efectivamente, los doce circunscripciones de Crimea que declararon su independencia, y quince otras circunscripciones pro-rusas del este del país no participaron en la renovación de la Rada, el parlamento nacional. Por consecuencia, solamente hay 424 diputados, contra los habituales 450. Entre ellos hay numerosos novatos en el escenario político: militantes y periodistas  que estuvieron activos durante las manifestaciones en Maïdan el invierno pasado, entre otros Dmytro Laroch, el líder ultranacionalista del partido Pravy Sektor. También hay ex combatientes que demostraron su fuerza en el frente oriental.

No obstante, el voto parece un plebiscito a favor del nuevo dúo pro occidental que lleva seis meses al mando del país: las listas gestionadas por el presidente Petro Poroshenko y su Primer ministro Arsenii Iatseniouk obtuvieron un 21,69 % y 21,63 % de los votos, respectivamente. Es algo histórico puesto que es la primera vez en 23 años de independencia ucraniana que el partido comunista no logra alcanzar el umbral de 5 % necesario para formar parte de la Rada, - como los partidos pro rusos. Por lo tanto, el presidente Poroshenko  intentará constituir una amplia coalición, deliberadamente orientada hacia Europa, que podría incluso invitar a participar a Ioulia Timoshenko, a pesar de su decepcionante 5,6 %. 

Paralelo a esos resultados prometedores que dan esperanza, se perfila un nombre de dificultades  estructurales y coyunturales que podrían obstaculizar de manera grave el mandato de los recién elegidos. Por una parte, las elecciones legislativas ucranianas lograron una escasa movilización con solamente 52% de participación, y aunque el OSCE les haya declarado “en consonancia con las normas democráticas”, la corrupción y la oligarquía aún predominan el país, a la espera de la implementación de las reformas profundas y efectivas que deben ser establecidas por el gobierno lo más rápidamente posible. Esto es imprescindible para satisfacer a la población, pero también hay que apoyar a una amplia gama de formaciones políticas recién llegadas al poder. Por otra parte, después de haber ejercido presiones económicas sobre el país, Moscú dejó de exportar gas a Ucrania el pasado junio. Y si las temperaturas últimamente han bajado los 0°C, también las perspectivas económicas son negativas con la moneda nacional – la jrivnia – la cual está en caída libre. Después del comienzo de la guerra, la moneda ha registrado una depreciación de un 11 %, seguido por una fuerte reducción del poder adquisitivo. 
 

Un voto que hace sonreír

Los ucranianos del este del país fueron llamados a las urnas el domingo 2 de noviembre. Los ciudadanos de todas las repúblicas jóvenes – la República Popular de Donetsk (RPD) y la República Popular de Luhansk (RPL) – tuvieron la ocasión de elegir sus “concejos populares” y también sus respetivos lideres, episodio que tiene resabios de la época soviética de antaño. Mientras que Roman Lyagin, encargado de la Comisión electoral central, afirma que “todo fue mejor que lo previsto”, varias irregularidades surgieron en numerosos centros de votación – al igual que durante el referéndum poco transparente del pasado mayo, cuando los resultados fueron publicados antes del comienzo del recuento. 

Este domingo, delante de la salida de la cabina electoral, los equipos de campaña de diferentes candidatos distribuían frutas y verduras a los votantes. Los candidatos, que al final fueron muy pocos, después de algunos rechazos por “vicios de procedimiento” y otros candidatos que se retiraron por causa de presiones y amenazas. Las negociaciones y las discusiones se centraron alrededor de los puestos asignados a este o al otro candidato lo cual transformo el voto en un verdadero juego de clanes, una simple repartición del poder en carteles políticos. Un juego que permite todos los golpes, doblemente interesante puesto que se trata de adueñarse del liderazgo político de la región, del derecho a recaudar impuestos allí, pero también de atraerse los favores y la ayuda de Rusia. 

Crédit Genya Savilov/AFP
Crédit Genya Savilov/AFP
En efecto, Rusia es el último aliado de la región al este de Ucrania, que literalmente pasó a la hora rusa, poniéndose en el huso horario de Moscú. Kremlin es el único que ha reconocido las elecciones, mientras que la UE, bajo la batuta de Frederica Mogherini, la nueva jefa de la diplomacia europea, las considera “un nuevo obstáculo hacia la paz en Ucrania”. Moscú parece decidido a paralizar el conflicto ucraniano de la misma manera que en Transnistrie, apoyando a los pro-rusos para reforzar y consolidar sus posiciones en Crimea y en Donbass. 

Una cena embaucadora

“Cuando uno se encuentra sentado a la mesa con el diablo, simplemente hay que tomar la cuchara y cenar con él”. En estos términos relató el domingo 26 de octubre Michael Stürmer, politólogo y periodista alemán, la noche que había pasado la víspera con Vladimir Putin en Sotchi, la noche de la reunión del club de Valdaï. 

La posición occidental frente al Kremlin dice mucho sobre la sutileza de las relaciones diplomáticas. Si todos demonizan a Putin alegremente, Francia no se siente avergonzada por la venta de sus buques de guerra a  Rusia, mientras que Gran Bretaña prefiere negociar en el ámbito de la alta tecnología, beneficiándose de la creciente distancia tecnológica entre Rusia y los países occidentales – todo esto bajo la mirada bienhechora de los Estados Unidos. Pero la reciente crisis ucraniana cristaliza la división entre el este y el oeste que, amplificado por las cuestiones de Libia y de Siria, crea una falsa sensación de guerra fría. Las tres características de este periodo teorizado por Raymon Aron aún pueden aplicarse al mundo de hoy que pretende ser cada vez más global, más bipolar y nuclear – con la única diferencia de que también está desajustado, desregulado e imprevisible. Y, por consecuencia, potencialmente más peligroso. 

Como ha sido el caso del 11 de septiembre, que permitió la aproximación de las posiciones rusas y occidentales – particularmente las americanas – en la lucha contra un enemigo común, es decir el terrorismo y el islamismo radical, puede ser que la lucha contra el Estado Islámico a su vez se convierta en un centro de intercambio entre los bloques del oeste y del este, después de las divisiones que causó la guerra en Siria. Pero existe el riesgo de que la condición del apoyo ruso a la coalición compuesta por los Estados Unidos sea el abandono del futuro de Ucrania en manos de Rusia. Kremlin tiene efectivamente un interés directo para apoyar la lucha contra la expansión del islamismo radical y arcaico promovido por los llamados combatientes de Daech, teniendo en cuenta su desarrollo en Chechenia y sobretodo en el Cáucaso. Pero abandonar Europa del Este a favor del presidente Putin constituiría un error muy grave y podría ampliar el escenario ucraniano a todos los antiguos países de la era soviética, y también de la herencia zarista. La ambición histórica de Rusia, ya sea imperial o imperialista, aún representa una amenaza para las poblaciones del este. 
 

Cuando la competencia rima con independencia

Cuando el barco metanero de la empresa noruega Statoil atracó el lunes 27 de octubre en el puerto lituano de Klaipeda sobre el mar Báltico, acogido por cantos y banderas nacionales, no fue solamente gas licuado lo que traía en sus depósitos, pero una verdadera promesa de emancipación, rompiendo el monopolio de gas del que se beneficia la empresa rusa Gazprom. Independencia – así fue bautizado el barco metanero noruego, un gran símbolo para el pequeño país y sus vecinos bálticos que tienen una gran minoría étnica rusa, representando hasta el 26 % de la población. Esta minoría podría despertarse después de la guerra civil ucraniana y hundir la región en un escenario similar al de Crimea. 

Según la presidenta lituana, Dalia Grybauskaite, esta nueva competencia podría “garantizar la seguridad de toda la región”, el consumo de gas dejando de estar sometido al dictado ruso en cuanto a los precios y las orientaciones políticas con respecto al Kremlin. Statoil proporcionará el gas para Lituania este invierno, y podría ampliar su mercado a otros países bálticos, a Estonia y a Letonia. De la misma manera, Lituania prevé la construcción de un gasoducto que la unirá con Polonia para el 2014. Esto representa una manera más de abandonar la zona de influencia político-económica rusa, que constituye un verdadero ejemplo para todos los antiguos países soviéticos.

En cuanto a Ucrania, la voluntad de los occidentales de estabilizar el país no debe hacerse pasar por una “europeización” de la región, lo que podría ejercer demasiada presión sobre las cuestiones de identidad que ya roen la agenda política de los países ex-URSS: los debates nacionales están divididos entre Europa atractiva y democrática y Rusia, el hermano mayor. Esos debates impiden todo tipo de posibilidad de desarrollo y reducen todo tipo de oportunidad de emancipación de esos países. En un tal contexto, es imposible resolver los desafíos de la corrupción o del oligarca. Ya sean violaciones rusas del derecho y de los acuerdos internacionales o las presiones de los europeos, la estabilidad y la integralidad del territorio ucraniano están amenazadas si las políticas y los miembros de la sociedad civil no centran los debates nacionales rápidamente. Existe así, el riesgo de presenciar un estallido del país similar a lo que sucedió en Yugoslavia. 

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