Colombia: 22 generales acusados de masacres a civiles

Josselin Noble, traducido por Brenda Orozco
16 Juillet 2015


El pasado 12 de abril, el procurador general colombiano anunció haber abierto una encuesta sobre la responsabilidad de 22 generales del ejército en una larga campaña de ejecuciones extrajudiciales. Este caso, mejor conocido como el escándalo de los “falsos positivos”, se refiere al asesinato de al menos 4 300 civiles por las fuerzas armadas colombianas. ¿Acaso una esperanza de justicia se dibuja finalmente para los familiares de las víctimas?


Una madre mostrando el retrato de su hijo asesinado por el ejército, Créditos Emma Gascó
Después de haber recibido y escuchado a varios familiares de las víctimas en el transcurso de los días anteriores, el procurador general apareció frente a la prensa. Se trataba de que defendiera la acción del ministerio público encargado de la investigación en respuesta a quienes critican la política de espera de la justicia colombiana. Su anuncio sólo confirmó lo relevante del escándalo en el seno del aparato de Estado: Más de 2 000 personas figuraron en la investigación, de las cuales 1 573 son miembros del ejército. Si cerca de 800 sentencias ya fueron pronunciadas, ahora se trata de juzgar la responsabilidad de los dirigentes militares. El caso de los “falsos positivos” no concernía únicamente a algunos soldados aislados, es tiempo de conocer la verdad sobre todo un sistema.

La explosión de la práctica durante el mandato de Uribe

Las ejecuciones extrajudiciales son un componente importante de la historia del conflicto armado colombiano. La ausencia de una aparato de justicia eficaz en el conjunto del territorio o también la colusión entre el ejército común y los grupos armados ilegales pueden permitir explicar la importancia del fenómeno. Si gran número de civiles fueron asesinados con el objetivo de aterrorizar al pueblo o de obtener información, es importante resaltar el caso de los “falsos positivos”. Esta expresión se refiere a los individuos capturados por fuerza, secuestrados y después asesinados por el ejército nacional. Estos últimos fueron enseguida disfrazados de guerrilleros con el fin de mejorar las estadísticas de las brigadas en el combate. En el lenguaje militar, un positivo representa un enemigo ejecutado. Esos civiles inocentes recibieron así la mal elegida denominación de “falso positivo”. Desde 1994, una nota de la CIA afirma que esta práctica es común dentro del ejército colombiano. Sin embargo, es durante los años 2000 cuando el número más grande de casos será censado.

En 2002, Álvaro Uribe es elegido presidente de Colombia prometiendo erradicar militarmente la guerrilla. Pone en marcha su política de “seguridad democrática” que se caracteriza por un fuerte aumento de efectivos y de medios puestos a disposición de las fuerzas armadas. El conflicto armado colombiano alcanza así su paroxismo: los enfrentamientos se multiplican y el ejército utiliza el apoyo de grupos paramilitares para repartirse en varios territorios.

Esta política no cumplirá sus compromisos democráticos y no será creado ningún mecanismo que permita a la justicia verificar la acción de las fuerzas públicas. La impunidad se vuelve la regla para los militares y los abusos se sistematizan. Durante los dos mandatos de Álvaro Uribe, el número de casos censados de “falsos positivos” aumentó un 154%. No obstante, las razones de este aumento no pueden explicarse únicamente por la falta de medios del poder judicial.

Consecuencias previsibles de una política de recompensa

Es realmente a partir del año 2006 que podemos constatar un grave aumento en el número de víctimas civiles muertas y presentadas por el ejército como guerrilleros. Esto es una consecuencia directa de la aplicación del decreto ministerial nº029, en ese entonces mantenido en secreto. El documento, requerido por el ministro de Defensa Camilo Ospina en 2005, establece de manera muy precisa un sistema de recompensas que otorgaba dinero o permisos por cada guerrillero asesinado. De este modo, el cuerpo de un guerrillero valía 3 800 000 pesos colombianos, casi 1 400 euros, o varios días de permiso. Hasta el material decomisado al enemigo daba lugar a una remuneración.
Foto del decreto 029 mostrando las sumas prometidas en función del material decomisado al enemigo. Créditos classe-internationale.com

Más allá del sistema de recompensas, también la manera de juzgar la eficacia de las fuerzas armadas ha mostrado sus límites. En Colombia, cada sección era evaluada en función del número de enemigos asesinados. Todos los días, la radio militar difundía una clasificación de las brigadas según el número de “positivos” asesinados. Quedar entre los últimos representaba vergüenza. Este método tuvo como efecto el condicionar a los soldados a aceptar la necesidad de matar.

Los abusos no se harán esperar. Algunos militares llamaron a intermediarios con el fin de reclutar a hombres jóvenes, considerados como marginales, viviendo en los barrios más desfavorecidos. Estas personas tenían supuestos trabajos afuera de la ciudad pero en realidad eran recibidos por militares y después asesinados. La puesta en escena de estos asesinatos siempre se trabajaba, con simulaciones de enfrentamientos y tiroteos. Hasta un antiguo soldado reporta que las municiones utilizadas falsamente durante esos combates eran después revendidas a bandos armados. Estas prácticas se sistematizaron hasta el 2008, año en que el escandalo empezó.

Sin consecuencia judicial directa

Aunque la existencia de tales prácticas se sospechaba bastante, el escándalo estalla hasta a finales del 2008 con el caso de los desaparecidos de Soacha. Diecinueve personas, entre las cuales muchos menores viviendo en las afueras de Bogotá, fueron encontradas muertas a centenas de kilómetros de la ciudad. Un reporte del ejército las presenta como un grupo de guerrilleros asesinados en el combate. Las familias de las víctimas protestan, la tesis presentada por el ejército no se sostiene. Se cometen errores en el momento de disfrazar los cuerpos: los uniformes de las víctimas son nuevos y algunos llevan botas de dos tallas diferentes.

Este evento marca el fin del silencio alrededor de estas prácticas. La población civil se moviliza para reclamar la verdad, así como lo hizo la organización de las madres de los desaparecidos de Soacha. El Estado intenta entonces ahogar el asunto. Los militantes que reclaman la apertura de las investigaciones son amenazados sistemáticamente, algunos hasta son asesinados. Esto no bastará para vencer su determinación y desde ese día, las revelaciones y los testimonios que conciernen a los “falsos positivos” se han multiplicado.
Manifestación que reclama justicia para los falsos positivos, Créditos boletinesdeprensacompromiso.blogspot.com

De esta forma, el Estado se ve obligado a reaccionar. A finales del 2008, 25 militares son destituidos de sus funciones y el comandante en jefe del Ejército Nacional de Colombia, el general Mario Montoya, dimite. Sin embargo, el presidente Uribe se rehúsa a admitir cualquier responsabilidad. Los soldados acusados son presentados como casos aislados, no se entabla ninguna reflexión. En numerosos casos, esos militares ni siquiera serán llevados ante la justicia. El general Montoya es nombrado embajador en República Dominicana. En 2010, la ONU prevé que 98,5% de los casos de ejecuciones extrajudiciales quedarán impunes en Colombia.

Esperanza de justicia para los familiares de las víctimas?

En 2010 justamente, es cuando hubo un cambio fundamental. Juan Manuel Santos, hasta entonces ministro de Defensa, sucede a Álvaro Uribe al puesto de presidente de la república. Se diferencia rápidamente de su predecesor estableciendo negociaciones con las FARC. El antiguo presidente se vuelve así su principal adversario político. Esta división, que nace de la antigua mayoría, va a poner fin a los bloqueos que impedían la apertura de investigaciones sobre los abusos de la política de “seguridad democrática”.

En el transcurso de los cinco últimos años, cada vez más militares fueron el blanco de investigaciones a propósito de este asunto. El pasado 12 de abril, el procurador general Eduardo Montealegre declaró que 805 agentes del Estado, de los cuales 785 soldados, ya habían sido condenados. Sin embargo, todos esos agentes no eran más que simples ejecutores o pequeños responsables. La sistematización de esta práctica muestra, sin embargo, que se trataba de un fenómeno más global.

Militares interrogados en el tribunal. Créditos cablenot.com
La indagación no puede entonces limitarse a estos chivos expiatorios. Hoy es necesario juzgar la responsabilidad de los altos mandos del ejército. Por consecuente, Eduardo Montealegre dijo que tomará “una decisión de fondo en lo que concierne el caso de los 22 generales” antes del final del año. Una decisión que podrá marcar un cambio en la historia colombiana ya que a pesar de varios abusos cometidos por el ejército, ningún general ha sido condenado nunca.

Los familiares de las víctimas se mantienen prudentes frente a las conclusiones de esta investigación. En numerosos casos, la situación no ha evolucionado más que un poco. Algunas familias todavía no pueden recuperar los cuerpos de sus familiares asesinados y las solicitudes de reparaciones de daños no se toman en cuenta.

Incluso es difícil considerar que estas prácticas sean ya totalmente parte del pasado. En 2014 por ejemplo, cuatro personas, entre ellas un adolescente de 14 años, fueron ejecutadas y presentadas por el ejército como guerrilleros. El pueblo entero rechaza esta versión. Por el momento, ninguna prueba ha sido presentada por el Estado. Muy recientemente, el 10 de febrero del 2015, un hombre fue asesinado por las fuerzas públicas, aún en las mismas condiciones.

Hoy, las negociaciones de paz entabladas en La Habana entre el gobierno y los representantes de las FARC, permiten esperar el final del conflicto armado colombiano que ha dejado ya 220 000 muertos y 5,3 millones de desplazados. Regularmente, el gobierno colombiano llama a los dirigentes de las FARC a asumir sus responsabilidades en el sufrimiento infligido a los civiles. Sin embargo, este proceso de paz no se terminará hasta que los dos bandos acepten reconocer sus errores y si se someten al fin a la justicia. Para decir adiós a este antiguo conflicto de 50 años, el pueblo colombiano necesita conocer la verdad sobre su historia reciente. Esto no podrá hacerse sin la voluntad del Estado.